lunes, 28 de mayo de 2007

Una fría primavera rosa


FTE. Nación Domingo- Pedro Lemebel


Cruzando el puente Golden Gate a toda marcha, escuchando a todo tarro la música hipona que aúlla en la radio del auto, me empino en los tacos para ver en toda su ciclópea dimensión este puente mecano que tantas veces vi en la serie “Las calles de San Francisco”. Entonces, alguien me comentaba que esta ciudad se parecía a nuestro mohoso Valparaíso. Y girando la vista por las elegantes construcciones inglesas que bordean el puente, y más allá las lomas de techos rojizos y las flores y los edificios y torres y más flores y más edificios y cúpulas de todos los estilos, caigo en cuenta que nuestro humilde Valpo no tiene comparación con esta enorme bahía del hippismo gringo. Nuestro Valpo es mucho más bello en su atorrante promiscuidad arquitectónica; una lata, una tabla, una escalera coja, una ventana colgada al abismo donde destellan las lunitas humildes de los ojos porteños.
Aquí, en San Francisco, todo es muy limpio, todo es gigantón, y las carreteras aéreas son un laberinto de cintas de concreto que se convierten en pesadilla para los automovilistas despistados. Si te equivocas de señal, puedes llegar a Alaska directamente. Si no ves la flecha, puedes perderte por los túneles y autopistas hasta el día del juicio final. Un poco neurótica es esta ciudad, pienso, mirando el Golden Gate, que no alcanza a emocionarme porque una niebla espesa lo cubre hasta la mitad y el frío húmedo me escarcha las patas de reina rasca. Y es primavera en California, unos vagabundos hipposos o veteranos de Vietnam estiran la mano en la carretera, pero nadie se detiene para dar “una ayudita a mis amigos”, como cantaba Joe Cocker en Woodstock. Sus largas barbas y atuendos sesenteros contrastan con el look modernoso del centro bancario. “If you go to San Francisco”, cantan en el radio del auto The Mamas and the Papas. Sus voces se las lleva la fría neblina que a ratos cubre el amarillo sol. Es un sol de película que no calienta. Sólo alumbra y retrata colorido el barrio chino que se hermana con el barrio italiano y sus miles de boliches de comida casera. El sol de acuario recorta las caras relajadas de los turistas que toman fotos en una empinada calle que culebrea pavimentada de ladrillos. Suena en mi cabeza “Adiós, camino de ladrillo amarillo”, de Elton John. Pienso que yo nunca fui hippie en esa época, era muy chico. Pero después, en la dictadura, me hice artesa y lana, como forma de protesta, con el pelo largo, el morral mapuche y el chaleco peruano. Sigo admirando el bello San Francisco, que tampoco es tan lindo como Valpo y su anfiteatro marisquero. Es más la propaganda turista. Los gringos todo lo venden: la paz, la guerra, el misticismo, la masacre, la prohibición de fumar en todas partes que impuso el tarado gobernador Schwarzenegger, el mismo que en sus taradas películas les da clases a los niños de cómo matar en varias dimensiones. Es la contradicción del yanqui paradise. Sigo mirando todo mientras el auto llega al centro donde los beat instalaron su poética chascona. En la esquina, la Librería City Light tiene mi novela traducida como “My tender matador”. Al frente, el club del pichulón Larry Flynt, rey del porno en los ’70. Ahora está viejo y ni el viagra ni una grúa levantan a ese muerto. Mas allá, el Café Zoe Trope de Coppola. Pero no están ni Coppola, ni los beat, ni el actor picón; sólo sus empleados, que recogen a manos llenas los dólares turistas. Después de varias cuadras de gran ciudad, el auto llega al barrio La Misión, un poquito más latino, sólo un poqui, porque prevalece la marea rucia de pelo lacio y grasiento. Entramos al barrio Castro, el primer condominio gay famoso en el mundo entero. Es inmenso, ni parecido a nuestro minigay town santiaguino. En el gran barrio Castro y sus mansiones decoradas como torta de novia, antes vivían chicanos, negros y perraje latino. Pero después que llegaron los gays con sus perros de marca y decoraron las viviendas con plantitas, lucecitas y faroles dorados, el mismo Castro subió de avalúo y los pobres tuvieron que marcharse. Sólo quedaron las parejas de hombres caminando relajadas por sus callecitas colizonas. Sólo quedó esa tropa gay bigotona de cueros, aritos y una mirada azul de soberbia. Se ve poco negro; en realidad, alguna loca mulata revolotea por ahí para reafirmar que este paraíso es blanco, maricón, de plata y fino buen gusto. En la esquina de Castro y Noe, un legendario bar está abarrotado de veteranos gays tomando cerveza. Sólo se miran entre ellos. Sólo existen ellos y su helada primavera sidosa. Algunas chicas negras los atienden con una reverencia colonial. En todas las calles ondean los pendones con la bandera gay. En la barra de este bar, los caballeros de short, visera y polerita con el arco iris no miran a nadie, sólo hablan entre ellos en un murmullo codificado. No se entiende lo que dicen, únicamente ellos se comprenden en su fría primavera rosa. LND

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De Quino
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