miércoles, 13 de junio de 2007

Suena el teléfono por Pedro Lemebel


Y como si fuera ayer escucho sonar algún teléfono, que no es el de Marilyn. Siempre que quiero contar algo recurro al teléfono. Debe ser sólo por glamour cinematográfico, porque de niño nunca tuve teléfono, a lo más, dos tarros amarrados a un cordel con los que hilaba voces mariquitas en mis juegos de infancia. El teléfono era un aparato de lujo, un artefacto de urgencia que solamente se usaba en caso de enfermedad, para llamar a la ambulancia o para avisar un duelo repentino. Entonces, debíamos caminar cuadras y cuadras para llegar al único que existía en el lejano almacén. Eran artefactos grandes, toscos, con una cadena y un candado que los hacían inaccesibles para conversar o perder el tiempo charlando de modas y frivolidades. También había uno en la casa de un vecino de la pobla con más medios, pero no lo prestaba, siempre decía que estaba malo. Ni siquiera cuando se incendió la junta de vecinos. El viejo de mierda no quiso llamar a los bomberos y la rancha ardió por los cuatro costados.
Cómo hubiera querido entonces tener este animal maullador en mi casa y hablar horas y horas con los amigos que poseían un número propio. Cuando las locas contábamos una vergüenza o una plancha, decíamos: quedé negra como teléfono, porque eran todos de ese color.
Cuando pude dar un número que no fuera el del almacén, el de mi tía o de una vecina, me sentí ciudadano del mundo. Famosa fue la frase de Pinochet de que en su Gobierno todos íbamos a tener teléfono, seguramente para tenernos controlados y al alcance de su garra siniestra. Porque en la dictadura dar el teléfono a cualquiera era complicado. Había llamadas en la madrugada que erizaban los pelos. Una campanilla que sonara en la noche podía ser de amenaza, avisos de muertes y detenciones que convertían el aparato en un peligro aullante.
Cuando tuvimos teléfono por primera vez en mi casa estaba nervioso esperando el primer llamado. Y cuando sonó la campanilla corrimos todos a atender, nos caímos, nos atropellamos por levantar el auricular como si fuera un concurso de la tele. Otras veces, cuando sonaba el ring famoso, lo dejaba sonar mucho rato, me recogía el pelo en un moño, me paraba con calma gacela con altos tacos aguja, igual como si estuviera en una película de los ’50. Y caminaba, lenta, jurándome que llevaba un vestido de larga cola y una copa de champaña en la mano. Aló. ¿Quién habla? Era una llamada equivocada, pero imité la voz de una mujer ronca enroscándose el cable entre las piernas.
–Dime, bombón.
–¿Con quién quieres hablar?
–Susan no está, pero habla su hermana mayor.
–¿Te puedo ayudar en algo?
–¿Estás solo esta noche? Hummm. Yo también.
–¿Susan nunca te dijo que tenía una hermana?
–Bueno, ella es así, me niega porque sus amigos se enamoran de mí.
–Mi voz es gruesa por el tabaco. ¿Tú fumas?
–Espérame, voy por un cigarrillo.
Así pasaba horas, hablando con aquellos desconocidos, aburridos y sin onda. Y nunca supe si me seguían la corriente sólo de lateados. En esa época no había visor telefónico, por eso no me podían reconocer en esa voz de ronca felpa. Marisol no está, pero habla su hermana mayor, le dije a un chico universitario con el que hablamos mucho rato. Hicimos cita. Marisol no debe saberlo, me dijo cómplice. Nos quedamos de encontrar frente al Correo Central. Él iría de camisa celeste con un libro en la mano, igual como la canción. Y a ti, ¿cómo te conoceré? Prefiero encontrarte yo, dije con rubor telefónico. Y allí estaba el pobre, mirando a todos lados, consultando el reloj con desespero. Pasó una hora, dos horas, y vino directo a mí con un cigarro. ¿Tiene fuego? Yo no abrí la boca y le alargué el fósforo encendido. Muchas gracias, me dijo amable. Luego miró la hora
por última vez y lo vi darse un palmazo en la frente por idiota y emprender la retirada. LND

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De Quino
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