sábado, 27 de septiembre de 2008

Canto XIII

La Divina Comedia
El Infierno: Canto XIII
de Dante Alighieri


No había aún de allá llegado Neso,
cuando nos metimos en un bosque
no señalado por sendero alguno.

No verdes frondas, mas de color oscuro,
no rectas ramas, sino nudosas y enredadas,
no había frutas, sino espinas venenosas.

Ni en tan ásperos bosques moran, ni en tan espesos,
aquellas fieras salvajes que aborrecidos tienen
los cultivados campos entre Cecina y Corneto.

Aquí su nido hacen las tétricas Arpías,
que de las Estrofíades echaron los Troyanos,
con triste anuncio de futuros daños.

Alas tienen anchas, y cuello y rostro humanos,
pies con garras, y el gran vientre emplumado:
lanzan lamentos sobre los árboles extraños.

Y el buen Maestro: Antes que más te adentres,
sabe que te hallas en el segundo recinto,
comenzó a decirme, y aquí estarás,

hasta que veas el arenal horrible.
Por tanto atento mira, y así verás
cosas que darán fe de mis palabras.

De todos lados oía gemidos
y no veía a nadie que gimiera:
por donde temeroso me detuve.

Yo creo que él pensaba que yo creía
que tantas voces, de la espesura, eran
de gentes que de nosotros se ocultaban.

Sin embargo, dijo el Maestro, si quiebras
de una de estas plantas una rama,
la idea que tienes verás que es errada.

Extendí entonces la mano hacia adelante
y una ramita cogí de un gran endrino:
y su tronco gritó: ¿Porqué me quiebras?

Quedó entonces de oscura sangre teñido
y volvió a gritarme: ¿Porqué desgarras?
¿No tiene tu espíritu piedad alguna?

Hombres fuimos y ahora nos han hecho plantas:
bien debería ser más piadosa tu alma
aunque fuéramos de sierpes almas.

Como el tizón verde, que encendido
en un extremo, por el otro gotea,
y chilla en el soplo que arroja fuera,

así del leño aquel brotaban juntas
sangre y palabras: así dejé caer
la rama, y me detuve como el que teme.

Si éste hubiera podido creer primero,
repuso el Sabio mío, ¡Oh alma herida!,
lo que antes había visto en mis rimas,

no habría hacia ti alargado el brazo;
mas lo increíble de la cosa hízome
inducirlo a obrar, lo que a mi mismo pesa.

Mas dile quien tú fuiste, que así por manera
de enmienda, tu fama refresque
allá en el mundo, a donde tornar puede.

Y el tronco: Si con dulces palabras me llevas,
callar no puedo; a vosotros que no os pese
porque un poco a razonar me entretenga.

Yo soy aquel que tuvo las dos llaves
del corazón de Federico, y que las giré
abriendo y cerrando tan suave,

que de su confianza a todo hombre aparté:
mi fidelidad puse en aquel glorioso oficio,
tanta que allí perdí venas y pulsos.

La meretriz, que no apartó nunca
del palacio de César sus ojos putos,
peste común, y de las cortes vicio,

enardeció en contra mía todas las almas,
y los enardecidos enardecieron tanto a Augusto,
que el feliz honor tornaron en triste luto.

Mi espíritu por desdeñoso gusto,
creyendo en el morir huir el desprecio,
injustamente en contra mía me hizo justo.

Por las nueve raíces de este leño
os juro que jamás falté a la confianza
de mi señor, que fue de honor tan digno.

Y si alguno de vosotros al mundo vuelve,
reafiance mi memoria, que aún yace
bajo el golpe que le dio la envidia.

Esperó un poco el Poeta y luego:
Puesto que calla, me dijo, no te demores;
mas háblale y pregúntale, si más te place.

Y yo a él: Pregúntale tú ahora
de lo que creas que más me satisfaga;
que no podré yo: tanta piedad me adolora.

Entonces comenzó: Si cumplimos contigo
liberalmente lo que tu pedido ruega,
espíritu encarcelado, que aún te plazca

decirnos como el alma se amarra
en estos nudos; y dime si puedes
si alguna nunca de tales miembros se suelta.

Entonces sopló fuerte el tronco, y luego
ese viento se hizo voz:
Brevemente os daré respuesta.

Cuando se aparta el alma feroz
del cuerpo, del que ella misma se arranca,
Minos la envía a la séptima fosa.

Cae en la selva, sin lugar elegido;
mas allí donde la fortuna la lanza,
allí germina como semilla de espelta;

surge en retoño, y en silvestre planta.
Las Harpías luego de sus hojas paciendo,
causan dolor, y al dolor dan vía abierta.

Como todos, vendremos por nuestros despojos,
pero no para que alguno los vista de nuevo:
no es justo que el hombre posea lo que se quitó.

Aquí los acarrearemos, y en esta triste
selva quedarán nuestros cuerpos suspendidos,
cada uno del endrino de la sombra tan molesta.

Estábamos todavía junto al tronco en espera,
creyendo que algo más nos diría,
cuando nos sorprendió un rumor,

parecido al que venir siente
el jabalí y la caza hacia su sitio,
que la jauría oyen y el fragor del ramaje.

Y luego aparecieron dos del siniestro lado
desnudos y lacerados, huyendo tan a prisa
que de la selva todas las ramas rompían.

El de adelante: acude ya, acude muerte.
Y el otro que tanto no corría,
gritaba: Lano, tan ágiles no tenías

las piernas en el torneo del Topo.
Y porque falto tal vez de aliento,
hizo un cosa de sí y de un arbusto.

Detrás de él la selva estaba llena
de negras perras, corriendo hambrientas
como lebreles que han perdido la cadena.

En aquel que se ocultó echaron los dientes
y lo despedazaron parte tras parte;
y se llevaron luego aquellos miembros dolientes.

Me tomó entonces mi escolta de la mano
y llevóme hasta el arbusto que lloraba,
por las heridas ensangrentadas en vano.

¡Oh Jacobo de san Andrés!, decía,
¿Con qué provecho me tomaste por refugio?
¿Qué culpa tengo yo de tu vida criminal?

Cuando el Maestro cerca de él estuvo
dijo: ¿Quién fuiste tú que por tantas puntas
soplas con sangre doloroso discurso?

Y él a nosotros: ¡Oh almas que habéis venido
a contemplar el desonesto estrago
que a mis tantas frondas de mí ha separado!

Recogedlas al pie del triste arbusto.
Yo fui de la ciudad que por el Bautista
trocó su primer patrono: el cual por ello

con su arte siempre la tendrá contrista:
y si no fuera que en el puente del Arno
aún se conserva una imagen suya,

los ciudadanos, que otra vez la fundaron
de las cenizas que de Atila quedaron,
todo su trabajo hubieran hecho en vano.

Yo me hice de mi propia casa un patíbulo.

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De Quino
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